Cuando papá y mamá se conocieron, ella era sacerdotisa en un
templo de su pueblo natal en Japón.
Recién casados, papá aceptó el puesto de director de una de las oficinas
regionales en Latinoamérica de la multinacional donde laboraba. Al finalizar su contrato de trabajo, ambos acordaron
radicarse en el país donde nacimos mi hermano mayor y yo.
Hace cinco años mamá murió.
Papá estaba devastado y deprimido.
Su soledad se acentuaba más debido a que mi hermano y yo, luego de trabajar
en los negocios de la familia durante el día, asistíamos a la universidad en la
noche, regresando muy tarde.
Papá insistía en que no sentía la presencia de mamá ni en la
casa, ni en su tumba. Aseguraba que mamá
había regresado al templo, que de joven, ella había abandonado por él. Papá necesitaba estar cerca de mamá, así que volvió
al pueblo de ella, para estar en su compañía.
Allí la siente en el viento, en cada campanada del templo, en cada árbol
que florece, en cada ave que canta.
Mi hermano y yo decidimos volver al único lugar
que conocemos como hogar, al lugar en donde nuestros recuerdos sienten la
presencia de mamá.
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